"La niña más rara." -Relato

“La niña más rara.” - Relato


LA NIÑA MÁS RARA
1.

Me camuflé. Me escapé del colegio por el patio de atrás. Subí por la pared y salté hasta la estatua que ahí se hallaba como una astuta ardilla sin miedo.

A mi corta edad existía ya una niña encaprichada por mí. Siempre quería ella que fuera yo su chuche preferida, el corazón, la que se compraba con un duro cada tarde al salir de su clase de ballet. Dicha clase se impartía en la sala de juegos y psicomotricidad, desde cuyas ventanas yo la espiaba para poder contemplar el cuerpo de esa niña que al bailar se tornaba mujer. Su culo, vaya.

Tras la estatua fingí no estar, y vi salir a Zoé, la niña encaprichada, con la mochila a cuestas. Me buscaba. Pero me equivoqué. Ella giró la calle equivocada, y entonces me pilló, fingiéndome una estatua. Y se rió. Y yo me enamoré.

Y entonces, justo entonces, decidí pactar con el Diablo. Ofrecerle mi alma a cambio de que jamás supiera Zoé que yo la amaba.
Belcebú, sin embargo, me advirtió, raudo y veloz, justo antes del preciso instante de sellar nuestro pacto, que si llegaba yo a dejar que Zoé descubriera mi secreto de amor, mi alma le pertenecería eternamente -y mi alma soy Yo-, y que en el preciso instante en que Zoé intuyera siquiera un atisbo de mi amor, el resto de mi vida mortal, que él iba a hacer ahora inmortal, yo ya sería suyo, yo ya sería Él y mi cuerpo tan sólo vagaría ciego, mudo y sordo, obedeciendo, hipnotizado, su voluntad, y, así yo, José Rubik, sería Marduk, el poder del Anticristo, Satanás.
Y yo lo quise ser.

Una guadaña negra como el sol seccionó un centímetro mi yugular y el Diablo sacó su larga y oscura lengua tubular y bebió de mi sangre. Inmediatamente la herida se cerró, pero ese corte vital jamás cicatrizó. A partir de ese instante usé bufanda negra y en los meses de calor mi herida abierta hacía pensar a Zoé que otras niñas de clase me habían hecho un chupetón. Mejor. Ella no se aclaraba. Su inteligencia nunca lo lograba. Zoé era la bailarina equivocada en el baile, era la lista de la clase en el sentido tonta, no era la más bonita -lo era Lilith, la que mejor bailaba-, pero sí para mí, pero Zoé sabía que para mí era la más fea de todas, la nariguda y un poco torpe que tartamudeaba, y eso que, al espiarla, yo veía en sus brazos, en sus piernas y en su culo el puro significado de la palabra “danza”.
Zoé era la niña que si llegaba tarde un día a clase, entraba sollozando, y la que si llegaba puntual se justificaba. Era la niña que sacaba un 8'5 en el examen en que Lilith sacaba un 9. Zoé era la niña más rara, y era para mí la niña más real en el real sentido de la palabra.

Lilith también estaba enamorada de mí, como si yo fuera aquel animal que ella quería domesticar. ¡Menuda subnormal! Zoé.... ¡Cuánto la amaba! ¿Por qué la maltraté? Para que Satanás perdiera la batalla.

Y el Diablo contento. Pasó el curso escolar. Ya estábamos en sexto. El 31 de Enero de 1987 cumplí 10 años. Ese día Zoé se plantó en la puerta de mi casa, disfrazada de Karate Kid, y me felicitó con diez cachetes en cada oreja. Y la muy caradura -me pregunté- ¿cómo había dado con la dirección de mi casa, en lo alto de la montaña de Montjuic, donde, como quien dice, ni yo pasaba...? ¡Me había seguido la tarde anterior tras salir del colegio y había pasado la noche entera en un cajero, aprovechando las horas para ponerse el kimono y escribirme la siguiente postal!:

“¡Qué mono!
Eres el gnomo
que se esconde detrás
de cada cumpleaños
que siempre cumplirás.
¡¡¡FE-LI-CI-DA-DES!!!”

Y yo me quedé atónito y perplejo. Zoé tiritaba, y su amplia sonrisa encaprichada parecía la eterna espía que nunca dejaba de mirarme, de ¡perseguirme!

Aquella noche no oscureció en mi lecho. En la cama, conté cada minuto pasar despacio y conté en el techo cada fugaz destello que creaba mi insomnio de amor diabólico recién inaugurado. No pude pegar ojo, sabiendo que ese amor que yo sentía era fuerte como un león en la selva pero debía pasar inadvertido como una serpiente al acechar un nido.


2.


Zoé se despertó de un dulce sueño. José Rubik era su dueño y su razón de ser, su amanecer. La niña no sabía aún de donde provenía el valor que ella sacaba para mostrarle su amor. Cuando cortaba una flor. Cuando inventaba un poema o le bailaba fingiendo que no se daba cuenta de que él la estaba espiando. Sabía en cierta manera, y sin saber ni cómo ni por qué , que la seducción precisa de no ser cierta ni concisa, que necesita vaguedad, cierta ambigüedad incluso. Y ella sabía esas cosas pero no era consciente de ellas. Sus ojos tenían el brillo de las estrellas sólo cuando él estaba cerca. Hipnotizada, quizás, pero ya amaba como una mujer y sólo tenía once años. Hasta que Lilith llegó con la fuerza de un volcán y sepultó con su lava su humilde amor de principiante. ¡Lilith, que siempre pareció tan lista en clase! ¡Tan alta y rubia, tan letal! ¡Tan perfecta en cada examen final!

Lilith llegó en tercero al colegio. Venía del País de las Nieves, un país extraño, lejano y de nombre difícil de pronunciar. Pero lejos de estar acomplejada por dichas cosas, llegó con sus centímetros inacabables de altura y su melena larga y rizada a clase, con la cabeza alta y el gesto de quien se sabe superior a los demás. Y enseguida se dio cuenta -no era difícil- de lo popular que era Rubik entre los niños de clase. Y se fijó en Zoé. Y se dio cuenta de la fragilidad de Zoé, pero también de su notoriedad, y sintió la fría envidia como cuchillo. Y emprendió contra ella una embestida calculada y ardiente. En ballet, ella bailó mejor. En clase, siempre leyó más veloz y con mejor dicción. Su voz era más suave. En música la flauta se le dio mejor que al resto. Y todo lo hacía mejor para destacar a los ojos de José. Pero el ataque frontal, mortal y de mayor alcance para desprestigiar a su rival Zoé fue la canción que Lilith compuso y cuya letra rezaba así: Zoé se fue a pescar al río Guadalquivir, se le rompió la caña, pescó con la nariz, que enseñó a todos los niños de la clase -a José Rubik el primero-, y que le cantaban a Zoé cada vez que ésta entraba en clase, y cada dos por tres en el transcurso de las jornadas, haciéndole sentir la peor de las vergüenzas y ridículos posibles.
Zoé no podía conciliar el sueño desde que en clase le cantaban esa canción. Pero entonces descubrió que el no dormir favorecía a la tersura de su piel, a su memoria y a su línea. Estaba más delgada, sacaba mejores notas y se le fueron los granos de la cara. Y entonces le sacó partido al odio de Lilith: empezó a vestir ceñida, sólo porque notaba que Marcos la espiaba para verla bailar y aunque ella aún no era del todo consciente de qué partes de su anatomía trastornaban la mente del chaval, asoció poca ropa con seducción fatal. Mallas, panties, tops fue el repertorio de prendas que se convirtió en su brújula y su ruta para llegar a Marcos, para tenerlo atado. Pero era ella la que, sin saberlo, estaba ya atada a él, a ese querer, a ese querer ser querida por él.

Necesitarlo.



3.


Y entonces empecé a necesitarla. A necesitar saber que me seguía, que la tenía detrás de mí como una lapa cada día. Necesitaba su necesidad. ¡Qué extraño! -me decía-, ahora el esclavo era yo, como si ya hubiera perdido el alma, porque ya no era mía, ni del Diablo, no... ya era de Zoé, aunque me siguiera ella, era yo quien necesitaba que me siguiera, con un miedo atroz e inexplicable a que un día ella dejara de hacerlo.
Pasaban los días del frío invierno de 1988, estábamos en séptimo. Las notas del trimestre me habían ido muy bien, porque como por arte de magia desde mi pacto diabólico me lo sabía todo en cada examen. Zoé era la peonza que giraba cuyo centro era yo; y su satélite, Lilith. La rutina reinaba: yo jugaba a fútbol en el barrio y ahí las tenía a las dos: a las dos reinas de clase, mis dos reinas, mías, y digo mías porque casi me pertenecían, porque era como si me pertenecieran. Una se reía de la otra, yo aparentemente me reía de las dos, pero siempre dejaba paso al triunfo de Lilith porque despreciar en público a Zoé entraba en mis planes pactados con el Diablo. Lilith se mostraba fría y superficial, una niña embustera y que fingía todas sus reacciones. ¡Tan distinta a Zoé! ¡La niña a quien yo amaba en silencio! Pero ¿cuándo? -me preguntaba- ¿cuándo podré amarla si en esta vida me está prohibido amarla? No quería pensarlo, pues la duda podía hacerme flaquear y entonces perdería mi apuesta, mi alma, lo perdería todo. Mi estrategia de desprecio hacia la niña debía durar siempre, y a cambio yo obtendría esa inmortalidad de la que goza el inmortal Diablo. El único problema era -no quería pensarlo, pero es que el pensamiento me venía a acechar constantemente- que me había enamorado de esa niña, y ahora sentía que el Pacto era contra-natura. Pero estaba pactado, no había vuelta atrás.

Y así acabó aquel curso y nos plantamos en octavo de EGB. En los cuerpos de las chicas de la clase ya asomaban los pechos que, tímidos, empujaban. Los de Lilith, pioneros. Los de Zoé, tímidos y graciosos. Yo seguía espiándola en la clase de juegos donde se impartían sus clases de ballet, e intuía que la niña movía sólo para mí aquel cuerpo grácil. Y llegó el fin de curso y con él el viaje. El ansiado viaje de fin de curso, en el que celebrábamos simbólicamente y sin saberlo el final de la infancia. Íbamos a ir a Mallorca. El curso siguiente: el instituto. Las ganas flotaban en el ambiente imbuido de hormonas. Me preguntaba si mis reinas y yo íbamos a permanecer juntos o íbamos a separarnos tras el fin del colegio y el principio del instituto. Yo me quedaba en un centro cerca de la escuela, pero sabía de sobras que Lilith no vivía en el barrio y que a Zoé sus padres le habían propuesto un bachillerato artístico especializado en danza y que ella estaba muy ilusionada en él.
Me aterraba la idea de no tener los ojos de Zoé clavados en mi nuca, sus pasos en mis pasos casi pisándome, su amor fanático y encaprichado cerca, espiándome. Si Zoé se alejaba de mí, ¿cómo iba a ser yo el que la persiguiera y espiara noche y día sin delatarme? Necesitaba a esa niña, pero cerca, no lejos y sin saber de ella. ¡Necesitaba saber que me seguía para poder andar! Atado a ella como estaba no concebía mi vida sin su presencia, así que tuve que idear un macabro plan para lograr que, al menos, sus planes de seguir con el ballet quedaran truncados por un tiempo, si no, tal vez, para siempre. Lo siento, Zoé, lo hago por amor...



4.


Una mañana del verano de 1990 la clase de José Rubik zarpó rumbo a Mallorca en viaje de fin de curso. La maleta de Rubik iba repleta de ego. El joven cada vez disponía de más poder de persuasión con los demás chicos y chicas de la clase. Abría la boca y se callaba el mundo. Hacía tiempo ya que había empezado a notar las ventajas de su pacto satánico.
Zoé, la bailarina, llevaba en la maleta diez mil fotografías de su amado y un botiquín. Desde que había empezado a notar mareos en clase de ballet, llevaba consigo el botiquín a todas partes. Las pirouettes ya no eran lo que antaño para ella. Y ahora, además, el vértigo se lo producía ver a José Rubik besar a Lilith por todas partes. Y por si fuera poco estaba enganchada, en una especie de enfermiza adicción, a espiarlos a todas horas por el barco, en un impulso sado-masoquista lleno de odio y tristeza, de ira y frustración. Zoé se paseaba de punta a punta del barco, asomando la cabeza en cada camarote; parecía haber enloquecido. Y en una de estas carreras, tropezó. Y se le torció el tobillo izquierdo, que se rompió en mil pedazos. Ella notó un crack y sintió un dolor que fue lo suficientemente agudo como para hacerle saber una cosa: adiós ballet, Zoé. Se quedó en el suelo tendida, agarrando su tobillo y llorando lagrimones tan gordos como intenso sentía su dolor. Se abrió la puerta del camarote más cercano al incidente, el que estaba a punto de abrir Zoé antes de tropezar, y una Lilith despeinada y con rubor en las mejillas salió de él, dejando la puerta entreabierta y dejando entrever en el interior a un José Rubik descamisado y con el pelo alborotado. Contemplar esto fue más duro para Zoé que el golpe en sí, y entonces, tras mirar a su amado a los ojos mientras las lágrimas le empujaban a borbotones, perdió el conocimiento.

Cuando volvió a abrir los ojos, Zoé estaba en la infermería del barco, mareada y con la pierna escayolada de la rodilla al pie. Era el fin para Zoé del viaje de fin de curso en las playas y discotecas para menores de Mallorca, y el final al ballet para siempre. Esa había sido la victoria definitiva para Lilith, tener a José en sus labios, y ser ya la única que pudiera espiar cuando bailara, aunque sospechaba que a ella nunca la había espiado. Pero el camino en la consecución del alma de José Rubik era largo y había que estar alerta, pues aunque el joven la había besado muchas veces eran los labios de Zoé los que anhelaba. Tenía que humillarla, mantenerla en la certeza de que la despreciaba, nunca dejar asomar sus verdaderos sentimientos, ¡nunca!, pero Lilith era una pantomima, un juego, una ficción -y lo intuía-; Zoé era la real, pero su corazón debía estar bajo la coraza de la fría indiferencia. Y ahora ya no cursar -perdóname mi amor- los estudios de danza. Se acabó el ballet para Zoé por culpa suya, pero así había conseguido tenerla para siempre retenida, sin tener que mostrar sus sentimientos.

Llegaron a Mallorca. Zoé estaba muy mareada, se sentía triste y no encontraba consuelo. José Rubik no podía quitarle el ojo de encima y quiso quedarse a su vera al bajar del barco. Su malvado plan empezaba a fallar: sentía ganas de consolarla de algo que precisamente había provocado él con sus tramas de Casanova contemporáneo. Bailarás en mis brazos -se decía, arrepentido de haber truncado la carrera de bailarina de su amada. ¡No! ¡Espera! De pronto vio en los ojos de Lilith la luz roja de Belcebú, y entonces pensó si no sería Lilith, o Lilith en ese instante al menos, una enviada de su socio Lucifer quien le recordaba que no podía dejar relucir a Zoé ni un atisbo de su amor -el Diablo le estaba apercibiendo de las cláusulas de su pacto. Y entonces reaccionó, hizo de tripas corazón, y dejó atrás a Zoé, dedicándose a besar a Lilith, a disfrutar y nadar durante esos cinco días por la isla, manteniéndose indiferente a la suerte que estuviera corriendo, con la única compañía de dos profesoras, Zoé, en su habitación del hotel. Se sintió vil, pero fuerte. Y aunque en secreto se preguntaba por su niña, en apariencia jugaba y era el cabecilla, una vez más, de los muchachos de la clase. Lilith, detrás de él, besándole los talones, a veces le cantaba la canción de burla hacia Zoé. Parecía intuir que en su corazón residía la otra niña, y no se daba cuenta de que al nombrarla, aunque fuera para ridiculizarla, José Rubik la sentía más cerca y más amada. Pero Lilith gozaba haciéndole sufrir. Ella intuía que el chico no podía amar a la más fea, a la niña más rara, a la que sobresalía pero por ser extraña. Es más, pensaba que José Rubik tenía que burlarse de ella, tenía la certeza que el chico debía ridiculizarla, que ello estaba en sus funciones de líder de la clase. No hacerlo habría sido quedar en ridículo él mismo ante el resto de chicos. ¿Qué extraña y paradójica debilidad lleva a un niño a no poder burlarse del más débil? Lilith también sabía que José Rubik tenía que escoger entre la rara y ella, y que, como su prestigio estaba en juego, no era difícil seducirle en este juego. no habían sido su larga melena ni su voz de pito cuando cantaba lo que habían seducido a José Rubik, sino el hecho de que la rival era Zoé, la niña especial, aquella que jamás confesarías que te gusta, aquella que lo tenía todo cuando tú no tenías nada y que cuando tu lo tenías todo ella no tenía nada. La incógnita en la ecuación que tú te planteabas. Pero José la amaba. Y ahora estaba rota, su tobillo fracturado la había sentenciado a una vida sin danza, ya no sería más esa peonza que lo había embrujado cuando él la espiaba y observaba su culo, y sus piernas, y sus brazos de mar moviéndose como olas en un día de viento huracanado.

En su habitación, Zoé empezó a cambiar. Fueron aquellos días como un suplicio que ella quiso aprovechar para pasearse metafóricamente por su particular infierno. Invocó a Satanás. Era tal la desánimo y la tristeza gris que la había invadido por haberse roto el tobillo en un millón de pedazos, y, así, ver truncado su sueño de bailarina, que invocó al Diablo para ofrecerle su alma a cambio de que su fractura se recuperara completa y rápidamente. Su pasión por bailar sólo se podía equiparar a lo que sentía por José Rubik, pero ahora cuando pensaba en él, extraña y súbitamente una punzada aguda como cuchillo se le clavaba en el costado. Un grito silencioso. Algo nuevo había surgido en ella desde la caída fatal, como una especie de desprecio apagado. Un odio afilado y caliente como colmillo de lobo en noche de luna germinó en su pecho. Amor y odio ahora cohabitaban en la niña que de pronto sintió que había crecido, que se había quitado, como serpiente que muda, una vieja piel, antigua, caduca, de niña -de niñata- para dar paso a una mujer llena de estrategias laberínticas y bucles maliciosos. Al pensar en la Bestia la invocó, y la tuvo delante, negra azabache y de ojos encendidos. Zoé ofrecía su alma a cambio de bailar. El precio: derrotar a José Rubik seduciéndolo abiertamente. El cuello de la niña quedó desnudo, el Demonio sacó su roja lengua tubular, seccionó y bebió. La escayola desapareció de golpe y, como milagro, su tobillo izquierdo estaba curado y pudo andar al momento. Las profesoras no entendieron nada, pero convinieron que la aparatosa rotura no habría sido tal, que habría resultado ser una torcedura aparentemente más grave pero que había quedado en un mal gesto. Mejor. Los adultos no concieven la magia. O se conforman con cualquier explicación.
Así que Zoé, al cuarto día de viaje, salió de su habitación del hotel y bajó, vestida con sus mallas de mayor, unas negras y ceñidísimas, con apliques de strass, a la discoteca del hotel, donde buscó a José Rubik. Le vio al final de la pista de baile. Revoloteaban a su alrededor las niñas del colegio como abejas ninfómanas cuya miel era él. Lilith intentaba que las niñas no se acercaran demasiado haciéndose pasar por su novia. Él, encantado. Pero cuando vio a Zoe, sin escayola, andando, más bella y rara y más mujer que nunca, casi cayó de culo. Enamorado. Extasiado. Sin habla. Lilith se puso nerviosa, quiso llevárselo a su lado, a otra estancia del hotel (¡a cualquier parte del mundo se lo hubiera llevado!), pero José Rubik sólo pudo desasirse de su mano, y avanzar unos pasos, en dirección a Zoé, a quien miraba absorto. Empezaba a olvidarse de su pacto, de sí mismo, del Diablo. Sólo sentía esa atracción que lo negaba todo y que le hacía avanzar, paso a paso, hacia Zoé, que, por su parte, caminaba hacia el joven con paso decidido y sugerente, con fuego en la mirada, pelo suelto, colmillos afilados. Marcos Rubik empezaba a librarse del abrazo de Lilith, se desprendía de sus manos de secuestradora para acudir, libre y esclavo a un tiempo, a la llamada del amor, más fuerte que cualquier reclamo, poderoso, absorvente. En medio de la pista de baile se encontraron los dos. Parecía que estaban solos. Pero aunque se buscaban, la pista parecía tornarse infinita, no podían llegar el uno al otro. Era el amor de Zoé, que impedía dañar a José Rubik. Y era la vanidad de José Rubik que le impedía delatarse ante el Diablo y avanzar abiertamente hasta la niña amada. Te haré mío- pensó Zoé. Un asalto no es todo el combate. Te haré mío. Yo volveré a bailar. Tu vas a amarme.



5.


El curso siguiente empezaron el instituto. En el nuevo centro José Rubik se hizo popular rápidamente, y Lilith se dedicó a encargarse de que las chicas de clase no se tomaran con él demasiadas confianzas. Parecía un domador en una jaula, nerviosa siempre por ser ella la única protagonista femenina en la vida del chico. Zoé siguió bailando. Y siguió maquinando estrategias de seducción a través de las cuales vengarse de la pareja y cumplir con su parte del pacto. Había considerado el ballet como su amante total, absoluto y eterno, sacrificando su amor mortal por José Rubik. No iba a amar a otro hombre, si acaso se dejaría succionar la sangre de tanto en tanto por Satanás. Al Diablo le gustaba aquella niña -ahora eran amantes-. Pero Zoé jamás volvería a estar ciega por un mortal. Tenía que hacer suyo a José Rubik, quien al sucumbir a su amor perdería su alma en favor de La Bestia. Satanás era ahora su protector. El infierno era su cielo, su paraíso de llamas danzantes.
Zoé seguía al chico cada tarde. Sabía que él quería ser seguido, que su ego se henchía a cada paso, que su ser se crecía. Su cuerpecillo de niña se estaba trasformando, como flor que se abre, y aunque ella iba detrás en el camino cuando andaban, parecía que el chico la miraba con ojos en el cogote, era como si la pudiera ver con esa magia o con ese poder, que el pacto con Satán le habían dado. Pero como ayudado por Lilith, mantenía las formas de rechazo hacia la niña rara. Se dejaba acompañar del brazo de la rubia que le entretenía. Lilith, su fiel coartada.

Zoé tenía que lograr un guiño. Una sonrisa. Algo. Un descuido por parte de José. Quizá un piropo. Pero si no era él prudentemente, era Lilith quien se ponía en medio, adoptando la forma casi ergonómica de armadura. A veces Zoé cambiaba de un día a otro su ruta para encontrárselo de morros al llegar al instituto en una calle poco transitada. Lilith ya estaba ahí. Otras veces le seguía de lejos, otras de cerca, casi peligrosamente. Lilith lo había atado a una cuerda invisible. Le esperaba en la puerta de su casa, nunca llegaba solo. Y entonces supo que Lilith jamás sucumbiría. Que amaba al chico tanto como la odiaba a ella, que siempre había sido así, desde tercero de EGB cuando llegó del país de las Nieves para burlarse de ella y robarle al niño de sus sueños. Ella, Lilith, que era malvada, ahora resultaba también un estorbo. Un gran impedimento que era preciso eliminar de raíz si quería llegar hasta José. Pero ¿cómo lo haría? -Matándola -se dijo. Y entonces una fuerza como nunca antes había sentido se apoderó de ella. La antigua herida sangró un poco y de ella salió una luz vaporosa y tenue de color rojo, caliente como fuego, que adquirió forma humana. Era el Diablo, que acudía al reclamo de la niña.
- Mátala, mátala, mátala, está en tu natura, ella ahora es el escudo que te impide el acceso a tu deseo. Matala, mátala, yo te lo ordeno.– pareció decir la luz brillante que casi la envolvía. Tras estos susurros extraños la herida se cerró, y Zoé sonrió, comprendiendo al instante. Un gesto nuevo adquirió su sonrisa, como si de pronto, tras el trance con Belcebú, su naturaleza humana se hubiera transformado, al contacto con Satán, tornándose demoníaca. Ya no era esa cándida niña inocente. Ahora el mal le servía para cometer su venganza, y ahora su plan iba a ser matar a la niña que llevaba años martirizándola. -Vas a probar mi burla, la final.

La niña señorita doña perfección no amaneció una mañana en su casa. Se había atragantado con su propia lengua. Un ataque epiléptico, dijeron. La realidad es que las pesadillas acabaron con ella aquella noche. Desde que Zoé tenía al Diablo metido en el cuerpo, como aliado fiel, la niña tenía fuerza y poder, y había gozado matando a Lilith, acabando con la que había sido su azote durante tantos años en la escuela.

Por la mañana el instituto estaba muy alterado. José Rubik no se creía la noticia, pero sintió, para sorpresa suya y desagrado -¿me alegro de algo así?- un alivio bárbaro. Lilith la perfecta no lo era tanto. Estaba muerta. Zoé bailó esa tarde como nunca antes y siguió a José Rubik, quien se sentía desnudo y solo transitando por una calle llena de peligros nuevos sin su escudo. Detrás de él iba Zoé, risueña y pícara. José tenía miedo. Temía lo que ya estaba sintiendo, de nuevo la atracción, el cosquilleo, la profunda emoción, las ganas, el flirteo; y Lilith -¡estaba muerta!- no estaba ahí para distraer su atención, ya no -¡ni lo estaría más!-; ahora tenía detrás sólo -sólo- a Zoé y a las ganas que ambos se tenían. La calle se cortaba, quedaban sólo dos manzanas, la niña rara iba haciendo pirouettes alegre y el niño, súbitamente, paró y entró en un portal que no era el de su casa. -Muy bien, esperaré -se dijo ella. Pero José Rubik no salía y pasaban las horas. Hasta que al fin Zoé se decidió a entrar. -Nuestros padres se van a enfadar, es tarde ya, José, ¿lo sabes?- le dijo ella al entrar. Él, tan tímido con ella estando a solas le contestó: -Yo vivo por aquí, eres tú la que debe coger un bus, lárgate. -No te hagas el interesante, vamos juntos, es tarde. -Saldré sólo si tú te vas para tu casa y me dejas en paz. -Te dejaría si supiera que es eso lo que quieres. -¿Ahora eres pitonisa? -Pues sí, fíjate tú. -¿Y qué más cosas sabes? -Sin querer Marcos ya estaba entrando en el juego de ella. -Sé que quieres besarme. -¿Y qué más? -Que quieres que te bese yo también. -Pues ya sabes bastante, lárgate. El niño no salía del portal, pero Zoé se dio por satisfecha, pues la voz del chaval se había roto en su última frase, señal de que el deseo era real. ¡Real!
Entró resuelta y decidida en el portal, cuya oscuridad le proporcionaba el abrazo seguro que necesitaba ahora. José la escuchó entrar y empezó a subir peldaños a sabiendas que se dirigía a un callejón sin salida. Su corazón empezó a repicar, cual tambor en una noche de concierto, y en su frente un sudor frío delataba el nerviosismo que ya no iba a poder disimular. Él seguía subiendo, mientras oía a Zoé cómo, una vez más, le pisaba los talones. Pero esta vez no la quería cerca, esta vez comprendía que el Diablo iba a vencer, que iba a perder su alma si no lograba enfriar esos nervios y ese sudor. Sobre ático. Últimos escalones. Zoé ya estaba allí, ya la veía, más hermosa que nunca, poderosa, parecía que en el transcurso de los pocos minutos que habían pasado subiendo la escalera se hubiera hecho mujer. Metamorfosis que se debía a que Satán se había adueñado del cuerpo de la niña para cobrarse su merecida presa, José Rubik, quien no había logrado mantener secreto su amor por Zoé, y, por tanto, perdía en ese instante su alma. La pérdida del alma era peor que la muerte. Pues volvía al vidente ciego, al parlante mudo, al oyente sordo. Vagaría por la tierra como fantasma obedeciendo los caprichos del Diablo, y el Diablo se divertía con los cuerpos desalmados en hacerlos peregrinar eternamente sin motivo ni sin rumbo alguno.
Pero entonces, cuando Zoé estuvo frente a frente al chico vio que sus ojos negros se habían vuelto infranqueables. Muros. De pronto José Rubik parecía un titán y sus labios eran una delgada línea. Su ceño fruncido delataba una honda preocupación, pero ya no sudaba. Parecía como a punto de un duelo. Y se le veía vencedor. Zoé perdió parte del empuje con el que llegaba al último escalón. El Diablo debía dejarla actuar a ella antes de hacer suya el alma del chico. -Casi me robas el baile -empezó ella. Su voz se había teñido de metal. -Y tú pretendes robarme el alma, vete. -Me iré cuando tus labios se sinceren -pero el joven ya no iba a caer en la trampa, ya no. Ya no veía a Zoé en ese cuerpecillo mezcla de peligro, ansias y fuego. Veía a Satanás, su luz azul y su sangre dorada inundaban el sobre ático. Y decidió bajar las escaleras, atravesó esa luz, Zoé no era más que un espectro, y bajó los escalones de nuevo, sin mirar atrás, sin sentir el temor, fortalecido tras haber vencido a Belcebú. La niña estaba abajo. Nunca había subido los escalones. Zoé tenía un pie escayolado y andaba con muletas. Lágrimas escapaban de sus ojos. José había vencido, Zoé no bailaría más y estaría por siempre atada a ese querer de adolescente. José Rubik al alejarse, giró la cabeza para ver cómo Zoé le seguía a lo lejos. Y una sonrisa azul como una perla iluminó sus ojos. El Diablo y él estaban muy contentos aquella noche. Muy contentos.


FIN.



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